En medio de los bailes, de los galanteos, de las intrigas y de las discusiones del Congreso de Viena, la noticia aterradora cae y estalla como una bala de cañón: Napoleón, el león prisionero, ha destrozado su jaula de Elba.

Uno tras otro van llegando los mensajes: ha conquistado Lyón y  ha expulsado al Rey; las tropas de fanáticas banderas corren a su encuentro; ya está en París, en las Tullerías.
Han sido inútiles Leipzig y los veinte años de una guerra homicida.

Como si hubiesen sido acorralados todos con un solo zarpazo, los intrigantes ministros ya no pueden discutir; se apresuran a ponerse de acuerdo. A toda prisa se organizan los ejércitos, uno inglés, otro prusiano, otro austríaco, otro ruso. Solo se tiene un único objetivo: el de aniquilar definitivamente el poder del usurpador. Jamás la clásica Europa se había visto tan unida como en aquella hora de pánico.
Por el Norte avanza Wellington contra Francia; a su lado se alinea el ejército prusiano al mando de Blücher; Schwarzenberg toma posiciones en el Rhin, y los pesados y lentos regimientos rusos, formando las reservas, pasan por Alemania.